martes, 22 de julio de 2014

El primer presagio de Miguel Ángel Serrano

Un presagio - Miguel Ángel Serrano
Un presagio - Miguel Ángel Serrano
Un presagio. Miguel Ángel Serrano. Bartleby Editores.
Publicado originalmente en Culturamas.


El escritor Miguel Ángel Serrano (1965), autor de las novelas Tango, Jardín de espino y El hombre de bronce, acaba de publicar su primer poemario bajo el sello Bartleby. Enfrentarse con un primer volumen de poemas suele entrañar la difícil situación de abordar la lectura de inmaduras composiciones. Semejante perspectiva no se cumple en Un presagio. Ciertamente, la voz de Miguel Ángel Serrano se nos muestra aquí forjada en metálico resonar. Sustancia, la de sus versos, no volátil, sino hiriente conciencia.


Claudio Rodríguez podría evocarse como un lejano ascendiente: por la riqueza verbal e imaginativa pero, sobre todo, por su visión, más allá de otras consideraciones lingüísticas en las que difieren notablemente, como la especificidad sintáctica de cada autor. Con un laborioso ejercicio rítmico, la lengua poética de Un presagio deja traslucir un rigor de orfebre: el manejo sutil y exacto de la palabra que, no obstante, se derrama con una riqueza léxica interesante y la confección de imágenes y metáforas sublimes y atrevidas (que recuerdan, en alguna ocasión, a Miguel Hernández o algunos poetas de nuestro siglo XVII). Asimismo existe una peculiar construcción fraseológica con una retórica arcaizante por momentos, modernista incluso en versos esporádicos (sin exceptuar alguna expresión manida a este respecto como “Ahora el patio es jardín fragante”). Estos elementos están a disposición del ofrecimiento de una poética donde la naturaleza es tema cardinal: no frondosa ni exuberante, sino menesterosa, rural. El sujeto lírico dialoga permanentemente con esta naturaleza, con sus emanaciones, que siempre están por decir algo. Cada poema corrobora un escenario en el que el yo enunciativo y el resto de seres danzan en una fusión dialógica: mónadas o cuerpos que se entrecruzan y significan para el otro. De ahí la importancia de las prosopopeyas, sustentadoras de este coloquio naturalista. Fundamentación de una physis equilibrada y sencilla (mundo humilde y próximo y, a la vez, lejano) y una proyección de la memoria hacia el paisaje. En efecto: el sol, el agua, los árboles o los pájaros en estos poemas se revelan, respiran y sienten. El ser humano se escucha a sí mismo en ese lenguaje. Las entidades referidas se encarnan y se vuelven presencias para el sujeto lírico, escrutador de inminencias, de ese presagio del título, que o bien no se cumple o lo hace de una manera derivada, no esperada. En cierto sentido, la poesía de Miguel Ángel Serrano podría adscribirse a una suerte de Naturlyrik que tan singulares cultivadores tuvo al iniciarse la segunda mitad del siglo pasado en Alemania (piénsese en Günter Eich, en Johannes Bobrowski o Peter Huchel).
La idea de travesía recorre el poemario: una navegación externa que atiende al orbe circundante, e interna, por cuanto se columbra un fenómeno de exploración en la propia memoria. Travesía o trayecto indirecto, pasivo: para tenderse en la hierba y escuchar el universo, presentir las grafías del mundo. Un “Lento peregrinar desganado / laborar en laberinto” como se enuncia en el poema Jubileo. Dejarse penetrar por el paisaje en una clara sumersión, afinándose o agudizándose así lo percibido, accediendo el recuerdo de lo pretérito a una vívida experiencia de refundación en el ahora. Por tanto, el paisaje, el espacio, sensu lato, no es solo representación de unas coordenadas físicas, sino también el lugar de resurrección de la memoria.

En la estructura poemática se conjugan versos con una gran carga descriptiva y otros de corte meditativo que exhiben una rotundidad de sentencia o máxima. En el poema Viento largo, por ejemplo, se muestra en su pureza la vena naturalista desde un afán descriptivo y enumerativo. Las presencias y elementos mentados en cada verso se suceden como aspectos de una composición que observa el sujeto lírico. Al final, se identifican el que mira y lo mirado, ambos se resuelven en una misma corriente sin confundirse: no la unidad, sino las equivalencias temporales resultantes de la comunicación entre ambos, de un contexto de convergencias creado por su común historia.


A noventa años de la edición de Presagios, de Pedro Salinas, se publica Un presagio. Uno, unívoco, el presagio que acontece, no exento de un tono nostálgico o melancólico, vertido con levedad, a través de las varias composiciones; un cierto pesimismo acerca de lo humano manifestado por su estar entre parajes que lo anonadan y que esbozan, con estupor, su nada elemental. La luz no es únicamente claridad y transparencia, también agresión solar, violenta conquista, aspereza intratable, abrasadora luminosidad. En el poema El mañana estancado, leemos al final: “Corre el hombre para alcanzar la orilla / hurtada: la crecida ha borrado la línea / y no puede decirse que haya purificación, / siquiera baño. Sí un hundimiento”. El regreso no nos obsequia con redención alguna: constatamos la irrenunciable cicatriz que el tiempo hiende en nosotros. La travesía de la porosa lucidez de la que rescatamos, acaso última pavesa en el definitivo desierto, esos instantes de rara comunión verbal.

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