El año 2005 se festejó, por todo lo alto, el cuarto centenario de la publicación de la primera parte del Quijote. Ya se sabe qué ocurrió entonces: publicaciones, ristras de páginas y páginas, tinta vertida con descaro y sin ella. Precisamente por la conmemoración, la revista de poesía editada por la Casa de América, La estafeta del Viento, editó una pequeña separata titulada Diccionario Quijotesco, donde numerosos autores (y algunos editores) valoraban ciertos conceptos y nombres del universo quijotesco. Como la novela misma de Cervantes, el diccionario en cuestión simulaba un pequeño caos donde la lucidez y el anacronismo se daban cita. A la reiteración de dictámenes ya clásicos, verbigracia, la frase final de la entrada escrita por Ángel González ("Una gran parte de la humanidad ve en él [en Don Quijote] la proyección de su propia imagen"), y a cierto regusto interpretativo heredado del período romántico europeo, me pareció ineludible contraponer una breve y punzante meditación de Rafael Cadenas que reproduzco a continuación (la entrada del poeta venezolano venía bajo el epígrafe Encantadores):
El libro principal de nuestro gran amigo Cervantes me parece hoy, en el fondo, una reivindicación de la realidad, la que de continuo le impone sus términos al protagonista derribándolo, abatiéndolo. Pero quienes la representan -Sancho, el cura, Sansón Carrasco y otros- son menos atrayentes, hasta considerados como anti-héroes, si bien ya se tiende a revisar ese modo de verlos. Ante sus constantes derrotas, don Quijote echa mano de un recurso lamentablemente usual en el ser humano: quitarse culpa, proyectándola en unos personajes invisibles, los encantadores, que "le mudan y truecan" sus cosas al valiente caballero. Pasa a ser víctima no de la imperiosa realidad, sino de encantamientos.
Esa presencia contundente de la realidad es de lo más zen del libro. Oponerse a ella y sufrir derrota tras derrota lleva a la cordura. Me interesa este aspecto por lo actual del mecanismo psicológico de la proyección, que suelen usar tanto personas como gobiernos, y por permitirme señalar el hecho de que siempre se ha exaltado el ideal pero no se ha visto su irrealidad, lo que ha traído consecuencias imaginables.
Aquí cabría engarzar el problema que ha planteado históricamente el utopismo por ausencia de pragmatismo, precisamente. La cuestión es que Don Quijote no es un modelo a seguir, y el hecho de que nos parezca digno de admiración es ya un hecho sintomático. No se trata de ser el barbero o el cura, sino de una instancia que, en pos de valores ideales innegablemente deseables, se fundamente en una praxis posible, coherente. Don Quijote vivió loco y murió cuerdo, como él mismo reconoce. El problema es que, para llegar a trabajar por valores justos, haya debido concurrir en él la enajenación mental. No era locura el querer ser caballero andante, sino el ver gigantes donde no los había o juzgar rebaños de ovejas como ejércitos. Una célebre frase de Oscar Wilde es significativa al respecto: "Un mapa del mundo que no incluya Utopía no merece siquiera la pena mirarse, porque excluye el único país en el que la humanidad desembarca siempre. Y cuando la humanidad desembarca allí, observa y, viendo que existe un país mejor, larga velas. El progreso es la realización de la utopía". Esto es, la utopía es necesaria, porque ella sustenta en gran medida no sólo las ansias de la humanidad, sino porque su defensa ha posibilitado en gran medida el progreso (concepto que merecería una discusión aparte). No obstante, dicho progreso, aun bajo la órbita del utopismo, ha ido acompañado de fenómenos y acontecimientos deleznables, ominosos. Y esos crímenes los han obrado los mismos que decían defender los ideales utopistas. ¿Por qué hemos consentido que ocurriera tal desviación del recto ideal? Porque mientras los ideólogos vueltos criminales -o viceversa- organizaban sus fechorías, muchos se dejaban engañar viendo gigantes donde sólo había molinos, degollando simples e inocentes corderos influidos por el vocerío de los ideólogos criminales que, anegados ya en su propia paranoia conspiratoria, querían hacernos ver violentos ejércitos. En cierto sentido, no debemos tomar a don Quijote como modelo ético dado que podemos incurrir en creencias sustentadas, no en los principios planteados idealmente, sino en intereses sostenidos hábilmente por duques perversos disfrazados de salvadores de la humanidad.