miércoles, 2 de diciembre de 2009

A vueltas con la utopía

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Hertha Müller
En ABCD Las artes y las letras apareció, a principios de noviembre, una interesante entrevista con la última Nobel: Herta Müller. Algunas ideas en su diálogo con el entrevistador no son muy afortunadas (verbigracia, la perogrullada de que la literatura tiene que ver con la realidad…¿es que, acaso, puede tener que ver con alguna otra cosa, señora Müller? ), pero otras, asaz iluminadoras, nos revelan las consecuencias de la actividad de un poder totalitario, precisamente al referir sus experiencias en la Rumanía de Ceaucescu: creación de fronteras físicas y, sobre todo, psíquicas, que atemoricen a los individuos y sirvan como niveles de control vía represión externa y, también, vía autorepresión; la corrosión intelectual obrada a propósito de la supresión de la crítica y la reflexión, engendradora de un particular modo de analfabetismo; el provincianismo rural y étnico y sus abstrusos conjuntos de prejuicios, contenedores de una deseada regulación normativa del comportamiento sustentada en falacias. Infiero que lo apuntado puede ser leído en dos claves complementarias: la literal, alusiva a la tesitura concreta mentada por Müller, y asimismo, remitiendo a una lectura oblicua, buscando, bajo la somera referencia pretérita, signos semejantes en el devenir de las sociedades occidentales capitalistas. Me inquiero si será casualidad, albur de las conexiones neuronales de mi cerebro que cruzan textos en mi memoria, el que, al leer estas palabras de Herta Müller:
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A decir verdad, el analfabetismo en Rumanía no era tan alto, la mayoría de las personas sabían leer y escribir. Pero de qué sirve eso si la mayoría no entendía absolutamente nada. Conocían las letras, pero cuando uno ha sido educado para no pensar, eres analfabeto de otra manera
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recordara estas otras de Jürgen Habermas, recogidas en un texto de su opúsculo La necesidad de revisión de la izquierda:
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Jürgen Habermas

A los marginados y subprivilegiados les queda a lo sumo, para hacer valer sus intereses, el voto de castigo en los procesos electorales; ello cuando no se resignan elaborando en términos autodestructivos, con enfermedades, criminalidad o ciegas revueltas, las hipotecas a que estructuralmente están sometidos. Sin la voz de la mayoría de los ciudadanos que se pregunten y permitan se les pregunte si de verdad quieren vivir en una sociedad segmentada, en que hayan de cerrar los ojos ante los mendigos y ante los que carecen de hogar, ante los barrios convertidos en guetos y las regiones abandonadas, tal problema carecerá de la suficiente fuerza impulsora, incluso para ser objeto de una tematización pública que lo haga calar de verdad en la conciencia de todos
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Pero guárdate de los osos y los lobos que la frecuentan
Y de la sombra que aparece cuando esperas la aurora

John Ashbery
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En las palabras precedentes retomaba algunos aspectos de la entrevista a Herta Müller, orillando su respuesta a la última pregunta, la de si concebía el arte como una forma de utopía. Müller contesta negativamente: las utopías son deseos y, cuando llegan a materializarse, se erigen en constructos monstruosos, como se ha evidenciado en tantos regímenes totalitarios. La utopía como sociedad idealizada y perfecta es indeseable (apenas se procede a implantarla). Esto nos viene a decir Müller. La literatura remite a lo real y es en sí misma un producto (curiosa palabra para calificar lo artístico, sobre todo si queda despojado el sustantivo de cualquier adjetivo esclarecedor), y, en tanto lo utópico es lo no-acaecido, se contraponen ambos conceptos. Se puede contemplar que la definición de lo utópico en Müller se encuentra estigmatizada por su experiencia de lo que se afirmaba a sí mismo como realización de lo utópico. En La ciudad del Sol, conspicua utopía renacentista de Tommaso Campanella, se incluía, a modo de apéndice (intitulado Cuestiones sobre la república ideal), una discusión por parte del propio autor italiano, donde se analizaban la posible utilidad y veracidad de los presupuestos que subyacían en dicha utopía. Que yo sepa, bajo el epígrafe Sobre si es razonable y útil haber añadido a la doctrina política el diálogo de la Ciudad del Sol (primer artículo del citado apéndice), se sitúan, a modo de prefiguración, casi todas las objeciones que ha suscitado el debate de la utopía. Así, por ejemplo, la primera auto-objeción que contempla Campanella es la siguiente: “Es ocioso y vano ocuparse de lo que nunca ha existido, existirá, ni es de esperar que exista. Ahora bien, tal género de vida en común, totalmente exenta de delitos, es imposible; nunca se ha visto ni se verá. Por tanto, hemos perdido el tiempo en ocuparnos de ella”. La diafanidad de lo expuesto es auto-replicado posteriormente por el autor mismo con semejante ilustración, creo que suficientemente convincente: “no por ser imposible de realizar exactamente la idea de tal república, resulta inútil cuanto hemos escrito, pues en definitiva hemos propuesto un modelo que ha de imitarse en lo posible”. O, usando argumentos de católico irredento: “¿Qué nación o qué individuo ha podido imitar perfectamente la vida de Cristo? ¿Diremos por ello que es inútil haber escrito los Evangelios?”. Esto es, la denuncia de la posible imputación de falacia a lo utópico por cuanto dicho constructo imaginario no debería leerse –por imposible- como programa teórico a realizar minuciosamente, sino simplemente, como esbozo de horizontes posibles, de medidas a debatir y cuestionar, como saludable incitación a la discusión y a la crítica. No de otra manera, tras los ominosos descalabros históricos que ha conllevado la voluntad rígida –de geometría, por lo demás, bastante imprecisa y obcecada- puede ser leída hoy la utopía. Ou-topos: el lugar inexistente, el espacio imposible de realizar y, sin embargo, horizonte de culminación de algunos de los deseos más perentorios de la humanidad.
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Compréndese entonces que la dirección discursiva hacia donde apunta Müller, es la continuación –bien que desde una posición negativa- del clímax utópico: réplica de negación de la vinculación arte-utopía, por identificación de lo utópico con el desarrollo erróneo de dicha idea; por una lectura del programa utópico desde presupuestos posibilistas sin conexión alguna con un contradiscurso autogenerado que asumieran los propios “defensores históricos de la utopía”. Y por ese clímax utópico se entiende aquí la intensificación del discurso utópico en el siglo XIX y principios del XX, que pasa a adquirir unos rasgos característicos donde late la pulsión de una retórica del progreso, muy típico del discurso político. Asimismo, no hay que olvidar que, al menos desde el Romanticismo, el arte moderno incardina en sí mismo otro discurso utópico. Y es utópico, o podríamos caracterizarlo como tal, por dos razones, dos motivos fundamentales de toda utopía (tal como se constituye a partir de la obra de Thomas More): 1) en su vertiente contestataria y rebelde frente a los grandes sistemas de valores que informan la modernidad, y 2) por la postulación de un espacio otro, no existente, donde se consuma una posibilidad de realización personal y colectiva más satisfactoria, y que supere los grados negativos de la dialéctica de la modernidad. Ese espacio otro de realización se atiene más a una situación: la signada por el acontecer del hecho estético mismo. Cierto es que esto no implica la construcción de una utopía en el sentido cabal de constructo social modélico, pero sí apunta hacia una vocación de apertura de los propios horizontes de lo considerado utópico. La carga crítica del arte moderno puede leerse como un contradiscurso a la conformación alienante de las sociedades en las que dicho arte surge y, simultáneamente, la noción esperanzada de lo modélico-ideal que regula la propia materialización de la utopía como género, se halla encauzada, como dijimos anteriormente, en algo acaso más etéreo y volátil, como sería la propia experiencia estética, pero, por ello mismo, defensora de una dimensión superior de libertad y de un espacio de expresión para lo marginal y rechazable por el establisment.